PEDRO PÁRAMO de Juan Rulfo
Dicen que una de las grandezas de la
literatura, del cine, de la pintura, del arte en general, es la de convertir lo
cotidiano es algo mágico, de ser capaz de explicar las sensaciones, los
sentimientos, los sueños y que nos sintamos identificados con lo nos están
contando, que toda esa creación nos envuelva y nos transporte hasta lugares o
espacios desconocidos, increíbles, de creernos únicos y especiales por ese instante,
por eso son muy pocos los llamados a
conseguirlo, por eso es tan cara la gracia de los que la poseen.
Quizás el lenguaje sea uno de los instrumentos más difíciles con los que
trabajar, un código que ha inventado el hombre al que le ha aplicado unas
reglas para que todos nos entendamos, una herramienta complicada de doblegar y
manejar, más intangible, que un pincel, una cámara o un trozo de mármol, no lo
sé.
Pero cuando se consigue subvertir el orden acordado de ese código, pero dentro
de esas reglas, cuando se juega con sus ingredientes, como un cocinero
imaginativo juega con los ingredientes de un plato tradicional hasta conseguir
otro radicalmente distinto, el resultado nos rompe los esquemas, nos ilumina y
nos conmueve.
Desde que los juglares cantaran aquellas gestas en el medievo donde se ganaban
la vida, de poblado en poblado para divertir a reyes, nobles o al pueblo llano
con sus chanzas y sus historias, nuestra lengua, el castellano, ha sufrido una
serie de hitos, lo han acariciado autores, capaces de exprimir y de
sacarle resultados nunca alcanzados antes. Cervantes, Garcilaso, Quevedo,
Galdós, García Márquez, Rulfo, etc.
Y es cierto que con lo que sueña cualquier escritor que se precie es
conseguir interesar por lo que escribe, por cómo lo escribe y si es posible
innovar con ambas cosas, con el contenido y con la forma.
" Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre"
La novela que nos ocupa, entera, se mueve en el terreno de lo onírico, desde
que empezamos a leerla hay síntomas, de que algo raro pasa, desde que Juan
Preciado, le pregunta al arriero que encuentra por el camino a su llegada a
Comala, Abundio, por doña Eduviges, nos parece que los personajes flotan y se
mueven en un marco espacio-tiempo desconocidos.
El libro, todo él, está escrito en un depurado estilo, con un gran manejo del
lenguaje, como una suave melodía, muy lírico, muy poético, introduciendo términos
mejicanos, americanismos, contantemente dentro del texto ( tiliches, papalotes,
chicote...). Se altera constantemente el orden de las frases, los diálogos, las
voces de los personajes. Dentro un mismo fragmento, tiempos y situaciones
distintas se entremezclan, sin aparente conexión entre ellos, hasta que
una frase o una descripción relaciona y da sentido a todo ese puzle.
Dentro de las pocas pistas, de las pocas ayudas, que nos ofrece Rulfo, para
seguir su hilo conductor está la división del mismo en fragmentos, apenas
separados, por dos espacios en blanco, ningún capítulo, ninguna numeración, se
atisba, nada que nos de un respiro en el transcurrir de la historia .
Proponemos un juego, y es leer alguno de esos fragmentos sueltos, como relatos
breves, y tengo que decir que todos tienen sentido, en especial el último del
libro, el que cierra la novela, que podría ser uno de los grandes relatos del
realismo mágico, a la altura, verbi gratia, de Continuidad de los Parques de Cortázar.
Debió ser un tipo muy extraño, muy lúcido, así me lo atestigua alguien que
apenas lo vió un par de veces, muy metódico, y un gran fotógrafo. Su novela la
componen 69 fotografías, 69 párrafos, si no me he equivocado al contarlos, que
unidos, dan lugar a un libro, distinto, a una película muy original, ambientada
en cualquier pueblo de México, o del mundo, y sus personajes, son retazos
de seres humanos, almas desangeladas que rumian sus pesares en un limbo en
forma de pueblo, a quienes Rulfo debió conocer en algún momento, hasta
distosionarlos y aplicarles su imaginación, su inventiva y convertirlos en
habitantes de Comala. Comala es la orilla de la que parte la barca de Caronte al cruzar la laguna Estigia
donde el alma deja todos sus recuerdos:
"mas
no, de esotra parte, en la ribera,
dejará
la memoria, en donde ardía:
nadar
sabe mi llama el agua fría,
y
perder el respeto a ley severa."
Escribir, es quizás el más ingrato de los oficios, pasarse el día entero
sentado para escribir apenas dos líneas, como decía Gabo, y después estar
dispuesto a borrarlo todo porque no te gusta, y entregarlo sin que te guste y
no leerlo cuando se publica porque te avergüenzas de aquella frase, tan cursi,
y que te inviten a una tertulia a hablar de tu libro para que te hagan
determinadas preguntas que te horrorizan sobre ese
librillo, y querer llamar al editor para que te deje el manuscrito y
rectificarlo o querer reeditarlo si ha habido ventas que merezcan reeditarlo, o
empezar a pensar en el próximo libro cuando aún no te has repuesto del
anterior, es todo un ejercicio de valentía torera, hay que ser muy valiente
para caer otra vez donde mismo, pasar las mañanas encerrado, como un opositor
mientras en la calle florece la primavera y se llenan las terrazas de gente y
tu estás con el retrato de un personaje, que es gordo, que se quedó huérfano de
pequeño, que encima es un antihéroe, y tienes que darle un tono de voz, un halo
de gracia, engastarlo en la trama, dotarlo de pulso narrativo, y te acuerdas de
tu vecino, que más o menos es así, y empiezas a describirlo, solo que con otro
nombre…
Quizás es lo que le debió ocurrir a Rulfo para
haberlo dicho todo en dos obras, quien para alguien lacónico es mucho y es todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario