Os invito a que leáis este magnífico artículo del filósofo Manuel Cruz, publicado en El País, el 30 de marzo de 2015, donde ilustra perfectamente la decadencia de la cultura actual, lo que explica, entre otras cosas, que ciertos personajes de la pseudo televisión sean tan famosos y reconocidos por el gran público.
Visto uno, vistos todos
En nuestros días empiezan a parecerse las personas con estudios superiores y las que apenas superan la educación básica. Los ignorantes andan crecidos, alardeando de lo que consiguen sin saber apenas nada
No me quedó otro remedio que enterarme porque lo proclamaba a voz en
grito desde la mesa de al lado. La muchacha, que, a la vista de sus
modales, su manera de hablar y su forma de vestir parecía pertenecer a
una clase social acomodada, intentaba disuadir de su idea de llevar a
cabo un crucero por los fiordos noruegos como viaje de novios a una de
las amigas con las que compartía mesa. Ella, explicaba, ya había hecho
tiempo atrás ese mismo crucero con su familia y había regresado
decepcionada. El motivo de su decepción no podía ser más concluyente:
“Visto uno, vistos todos”, sentenciaba a modo de resumen de su aburrida
experiencia.
La sentencia de la chica me recordó la de aquel fontanero que
apareció un día por casa para arreglar un escape y que, al comentarle yo
que le había llamado con urgencia porque estaba a punto de salir de
viaje hacia Roma, me hizo saber que él no conocía la ciudad, pero que
ello era debido a que, afirmó textualmente, “a mí Roma no me llama”.
Supongo que he asociado las dos situaciones porque en ambas sus
protagonistas se movían con análogo desparpajo, con una similar
seguridad. Sin embargo, vale la pena constatar una importante diferencia
entre ellos. El fontanero era, de manera manifiesta, un hombre de
escasos estudios, mientras que mi vecina de mesa con toda probabilidad
había cursado alguna carrera universitaria. Sin embargo, sus
afirmaciones resultaban perfectamente intercambiables: “Los fiordos no
me llaman”, podía haber dicho él; “¿ciudades con monumentos? Vista una,
vistas todas”, podía haber declarado ella.
No deja de ser significativo (y preocupante) que en nuestros días
empiecen a parecerse tanto, a reaccionar de maneras tan intercambiables,
personas con estudios superiores y personas que apenas han superado los
niveles educativos más básicos. Probablemente la semejanza sea el
resultado de la generalización de un modelo de lo que debe ser la
educación y del valor de la cultura que ha terminado por convertirse en
el nuevo sentido común dominante.
Pensemos, sin ir más lejos, en la forma en la que tiende a plantearse
hoy eso que antes se denominaba proceso educativo. Ha pasado a ser
considerado como una antigualla completamente obsoleta sostener que, en
su conjunto, dicho proceso debería ser pensado en términos de formación
integral del ciudadano o cosa semejante. Frente a tamaño anacronismo, se
nos repite hoy por todas partes —de hecho, se han incorporado al coro
de los repetidores incluso nuestras propias autoridades ministeriales—,
se trata de plantearlo como una gran formación profesional destinada a
preparar a los individuos para una más eficaz inserción en el mercado de
trabajo. El nuevo planteamiento tiene sus efectos sobre la vida de los
individuos, entre otras cosas porque, en este nuevo diseño, el criterio
para valorar el éxito personal ha pasado a ser no solo haber alcanzado
el objetivo de la inserción, sino, de acuerdo con la misma lógica
economicista, haberlo hecho en las mejores condiciones, esto es,
obteniendo el máximo rendimiento económico, lo que equivale a decir
ganando el máximo dinero.
Desde esta perspectiva, se entenderá un fenómeno muy característico
de nuestro tiempo, y es que los ignorantes anden crecidos. Si antaño se
avergonzaban de su ignorancia, ahora es frecuente que saquen pecho e
incluso alardeen de lo que han conseguido sin saber apenas. Y es que, en
efecto, no sostiene nada que contravenga este discurso, hoy hegemónico,
quien hace ostentación de haber obtenido el mismo resultado —el único
que se declara importante: el enriquecimiento, a ser posible rápido— por
otras vías, sin necesidad de haber seguido el recorrido convencional
del estudio y la preparación académica. De ahí la llamativa seguridad
con la que determinados personajillos de celebridad efímera hacen en
público (preferiblemente, en televisión) un reconocimiento explícito,
carente de toda pesadumbre, de su completa ignorancia. Se trata de una
seguridad de idéntica matriz, en el fondo, que la de la muchacha o el
fontanero de las anécdotas iniciales.
Llegados a este punto, cabe preguntarse: al margen de que, por las
razones indicadas, los ignorantes actuales (ignorantes posmodernos,
podríamos denominarlos) se hayan sentido liberados del superyó
tutelar tradicional, según el cual era necesario tener cultura (o, en su
defecto, aparentarla) si se aspiraba a alguna forma de prestigio
social. ¿En qué se funda esa llamativa seguridad de la que aquéllos han
pasado a hacer gala?
Conviene plantear una primera observación. Probablemente el hecho de
que la seguridad del ignorante nos llame tanto la atención revele un
error de interpretación por nuestra parte. Un error consistente en dar
por descontado que el tipo de personaje que estamos diseccionando
debería experimentar algo parecido al horror vacui por el hecho
de no saber, cuando, en realidad, el ignorante consecuente es aquel que
no sabe que no sabe; entre otras razones, porque ese profundo vacío que
le constituye está ocupado por un espeso engrudo, por una densa y
turbia papilla de tópicos, banalidades, convencimientos sin el menor
fundamento y otros materiales de desecho.
De lo que se desprende que el planteamiento precedente necesitaría
ser reformulado, incorporando un matiz sustancial. El problema de
nuestros ignorantes de hoy (en otros aspectos, idénticos a los de
siempre, claro está) no es tanto que no se den cuenta de la cantidad de
información y conocimientos de los que no disponen, como que se les
escapa el valor de los mismos; o, tal vez mejor, que atribuyen un valor
por completo equivocado tanto a lo que ignoran como a lo que creen
saber. No solo porque consideren que esto último se encuentra en
idéntico plano que lo que desconocen y, más en concreto, con la cultura
en el sentido más clásico, sino porque atribuyen rasgos equivocados a
ambas esferas.
Así, sigue siendo, por desgracia, muy frecuente que estos ignorantes
consideren que la persona culta, ilustrada, leída o refinada es alguien
que verdaderamente no está en el mundo, sino, en el mejor de los casos,
en su mundo. Mientras que ellos, por lo que respecta a sí
mismos, están persuadidos de pisar con los pies en el suelo y enterarse
efectivamente de lo que pasa, en su más concreta y tangible
materialidad. Sin embargo, repárese en que los protagonistas de nuestras
anécdotas iniciales testimonian exactamente lo contrario. Para ellos lo
real desfila ante sus ojos plano, monótono, perfectamente inerte e
insustancial. La relación de sus desdenes podría prolongarse casi hasta
el infinito. En el ámbito de la cultura sin duda dirían: “Visto un museo
[a fin de cuentas, un conjunto de salas llenas de obras de arte],
vistos todos”, “escuchado un concierto de música clásica, escuchados
todos”, etcétera. Y si se prefiere pasar a los registros por los que
empezaba este artículo, a buen seguro afirmarían: “Vista una playa,
vistas todas”, “vista una selva, vistas todas”, etcétera. Y así, en
todos los planos.
Su realidad, esa respecto de la cual tanta ostentación hacen de
mantener una relación sólida y privilegiada, es una realidad plana, sin
fondo, carente de toda profundidad o densidad. Lo que nos permite
señalar la segunda parte de su error, la inadecuada valoración que
llevan a cabo de cuanto ignoran. Porque existe otra realidad o, mejor
dicho, lo real es mucho más rico de lo que estos ignorantes alcanzan a
vislumbrar. Pero para acceder a dicha riqueza se requieren determinadas
herramientas y destrezas, que son las que, precisamente, proporciona ese
tesoro heredado que denominamos cultura.
Las cosas son, pues, exactamente al revés de como las planteaba el
tópico aludido en el párrafo anterior. No es cierto que la persona
culta, en sus ensoñaciones espiritualistas, vea lo que no hay. Lo cierto es justo lo contrario: que la persona inculta, ignorante, no ve lo que hay.
Así, por no abandonar los ejemplos citados, la belleza —la del mundo y
la del alma— pasa por delante de sus ojos constantemente sin que sea
capaz de percibirla. O si prefieren decirlo con diferentes palabras: la
persona culta no solo dispone de un mundo interior más rico, sino que
penetra en el interior del mundo. De la otra persona, hemos dicho antes
que no sabe que no sabe, lo que significa, en resumidas cuentas y a la
luz de todo lo que hemos planteado a continuación, que lo que de veras
no sabe es lo que se pierde.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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