viernes, 13 de marzo de 2015

PEDRO PÁRAMO de Juan Rulfo

   

  Dicen que una de las grandezas de la literatura, del cine, de la pintura, del arte en general, es la de convertir lo cotidiano es algo mágico, de ser capaz de explicar las sensaciones, los sentimientos, los sueños y  que nos sintamos identificados con lo nos están contando, que toda esa creación nos envuelva y nos transporte hasta lugares o espacios desconocidos, increíbles, de creernos únicos y especiales por ese instante,  por eso son muy pocos los llamados a conseguirlo, por eso es tan cara la gracia de los que la poseen.

     Quizás el lenguaje sea uno de los instrumentos más difíciles con los que trabajar, un código que ha inventado el hombre al que le ha aplicado unas reglas para que todos nos entendamos, una herramienta complicada de doblegar y manejar, más intangible, que un pincel, una cámara o un trozo de mármol, no lo sé.

      Pero cuando se consigue subvertir el orden acordado de ese código, pero dentro de esas reglas, cuando se juega con sus ingredientes, como un cocinero imaginativo juega con los ingredientes de un plato tradicional hasta conseguir otro radicalmente distinto, el resultado nos rompe los esquemas, nos ilumina y nos conmueve.

     Desde que los juglares cantaran aquellas gestas en el medievo donde se ganaban la vida, de poblado en poblado para divertir a reyes, nobles o al pueblo llano con sus chanzas y sus historias, nuestra lengua, el castellano, ha sufrido una serie de hitos, lo han acariciado  autores, capaces de exprimir y de sacarle resultados nunca alcanzados antes. Cervantes, Garcilaso, Quevedo, Galdós, García Márquez, Rulfo, etc.
    
     Y es cierto que con lo que sueña cualquier escritor que se precie es conseguir interesar por lo que escribe, por cómo lo escribe y si es posible innovar con ambas cosas, con el contenido y con la forma.

      " Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre"


        La novela que nos ocupa, entera, se mueve en el terreno de lo onírico, desde que empezamos a leerla hay síntomas, de que algo raro pasa, desde que Juan Preciado, le pregunta al arriero que encuentra por el camino a su llegada a Comala, Abundio, por doña Eduviges, nos parece que los personajes flotan y se mueven en un marco espacio-tiempo desconocidos.

         El libro, todo él, está escrito en un depurado estilo, con un gran manejo del lenguaje, como una suave melodía, muy lírico, muy poético, introduciendo términos mejicanos, americanismos, contantemente dentro del texto ( tiliches, papalotes, chicote...). Se altera constantemente el orden de las frases, los diálogos, las voces de los personajes. Dentro un mismo fragmento, tiempos y situaciones distintas  se entremezclan, sin aparente conexión entre ellos, hasta que una frase o una descripción relaciona y da sentido a todo ese puzle. 

     Dentro de las pocas pistas, de las pocas ayudas, que nos ofrece Rulfo, para seguir su hilo conductor está la división del mismo en fragmentos,  apenas separados, por dos espacios en blanco, ningún capítulo, ninguna numeración, se atisba, nada que nos de un respiro en el transcurrir  de la historia .

     Proponemos un juego, y es leer alguno de esos fragmentos sueltos, como relatos breves, y tengo que decir que todos tienen sentido, en especial el último del libro, el que cierra la novela, que podría ser uno de los grandes relatos del realismo mágico, a la altura, verbi gratia,  de Continuidad de los Parques de Cortázar.

     Debió ser un tipo muy extraño, muy lúcido, así me lo atestigua alguien que apenas lo vió un par de veces, muy metódico, y un gran fotógrafo. Su novela la componen 69 fotografías, 69 párrafos, si no me he equivocado al contarlos, que unidos, dan lugar a un libro, distinto, a una película muy original, ambientada en cualquier pueblo de México, o del mundo,  y sus personajes, son retazos de seres humanos, almas desangeladas que rumian sus pesares en un limbo en forma de pueblo, a quienes  Rulfo debió conocer en algún momento, hasta distosionarlos y aplicarles su imaginación, su inventiva y convertirlos en habitantes de Comala. Comala es la orilla de la que parte la barca de Caronte al cruzar la laguna Estigia donde el alma  deja todos sus recuerdos:
"mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa."

     Escribir, es quizás el más ingrato de los oficios, pasarse el día entero sentado para escribir apenas dos líneas, como decía Gabo, y después estar dispuesto a borrarlo todo porque no te gusta, y entregarlo sin que te guste y no leerlo cuando se publica porque te avergüenzas de aquella frase, tan cursi, y que  te inviten a una tertulia a hablar de tu libro para que te hagan determinadas preguntas que te horrorizan sobre ese librillo, y querer llamar al editor para que te deje el manuscrito y rectificarlo o querer reeditarlo si ha habido ventas que merezcan reeditarlo, o empezar a pensar en el próximo libro cuando aún no te has repuesto del anterior, es todo un ejercicio de valentía torera, hay que ser muy valiente para caer otra vez donde mismo, pasar las mañanas encerrado, como un opositor mientras en la calle florece la primavera y se llenan las terrazas de gente y tu estás con el retrato de un personaje, que es gordo, que se quedó huérfano de pequeño, que encima es un antihéroe, y tienes que darle un tono de voz, un halo de gracia, engastarlo en la trama, dotarlo de pulso narrativo, y te acuerdas de tu vecino, que más o menos es así, y empiezas a describirlo, solo que con otro nombre…

     Quizás es lo que le debió ocurrir a Rulfo para haberlo dicho todo en dos obras, quien para alguien lacónico es mucho y es todo.

 

 


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